Un nuevo enfoque de conservación para devolver la tierra y áreas naturales a sus pueblos indígenas y comunidades locales.
Nelson Ole Reiyia recuerda una infancia sin vallas. El ganado de la familia, central para la cultura pastoral de la comunidad Masái, pastaba libre en las amplias sabanas que compartían con leones, jirafas y elefantes.
“Toda la tierra masái era de la comunidad”, dice Reiyia, quien creció cerca del Masái Mara de Kenia y del Serengueti tanzano, dos parques nacionales colindantes con algunas de las poblaciones más densas y diversas de grandes mamíferos en el mundo. “Era hermoso poder vivir justo al lado de la vida silvestre; eso es simbiosis. Ese uso común de la tierra entre todos los diferentes actores era muy importante para mí”.
Pero Reiyia empezó a notar cambios para cuando llegó a la adultez en la década de los noventa. Cada año había más vallas: primero, hechas de acacias taladas; luego, con alambres de púas. Pronto, las cercas electrificadas proliferaron por toda la tierra.
Las vallas se instalaban con múltiples propósitos: delimitar las granjas, proteger los pastizales de pastoreo excesivo, bordear el creciente número de caminos y demarcar las lucrativas parcelas de tierra, antes compartidas por la comunidad, que fueron subdivididas en muchas ocasiones a lo largo de décadas de privatización y comercialización. En la mayoría de los casos, las vallas se levantaban para mantener a los animales salvajes dentro del área protegida, y a la gente indígena, como Reiyia, fuera de ella.
Algunos días despertaba en la mañana y encontraba cebras y ñus colgados en las alambradas, electrocutados durante la noche.
“Ese fue el momento que me obligó a preguntarme qué podíamos hacer juntos como comunidad para revertir esta tendencia y regresar la tierra a la propiedad pública, al uso común, otra vez”, dice Reiyia.
Esta comprensión lo llevó a cofundar la Nashulai Maasai Conservancy (organización de conservación Nashulai Masái) en 2016, junto al experto canadiense en innovación social Eric Young. Este es el primer grupo conservacionista de vida silvestre dirigido y operado por los Masái en Kenia. Algunos expertos creen, incluso, que es el único genuinamente dirigido por una comunidad en la región. Los 6,000 acres de la organización se arriendan de los miembros de la comunidad, que firman un contrato a diez años y reciben 16 dólares por acre anualmente, con un incremento anual del 8%. A cambio, acuerdan el uso común de la tierra para pastoreo de ganado, turismo y la vida diaria. Además, todos acuerdan apegarse a las prácticas sostenibles tradicionales, como el pastoreo de rotación, y no subdividir, vender o cercar la tierra por la duración del arrendamiento.
Este enfoque es dramáticamente distinto a cómo la conservación se ha realizado tradicionalmente en la región. Reiya cree que es la mejor y última oportunidad de proteger un preciado ecosistema que ha sufrido tremendos daños por décadas, en gran medida por las prácticas comerciales relacionadas a la subdivisión de tierras y la construcción de vallas. Por ejemplo, el número de ñus que migran desde el Serengueti al Masái Mara bajó 73% entre 1979 y 2016. El Masái Mara contiene un cuarto de la vida silvestre de Kenia, y su población animal se ha reducido en un tercio desde la década de los setenta, cuando Reiyia era un niño.
Las rutas de migración se han visto interrumpidas por vallas, pastoreo de ganado, una industria turística carente de regulaciones, la caza furtiva y el cambio climático.
Una preocupación adicional motivó los esfuerzos de Reiyia. A pesar de haber vivido en estas tierras sosteniblemente por generaciones, la gente ha sido excluida de los trabajos para conservarla.
“Queríamos hacer la primera zona protegida Masái porque queríamos estar en la tierra. No queríamos ser expulsados para que los turistas entraran”, dice Reiyia. “La comunidad estaba dispuesta a compartir cada centímetro de su espacio con la vida silvestre, pero sin ser sacados de su tierra”.
Repensar la conservación
La historia Masái es una de despojo. Fueron forzados a reubicarse múltiples veces, primero por colonizadores británicos y después por la “conservación fortaleza”, también llamada conservación colonial. Iniciada a principios del siglo XX por el naturalista estadounidense John Muir, este modelo de conservación, ahora imperante en el mundo, identifica a las poblaciones indígenas como incompatibles con la conservación. En consecuencia, estos grupos son expulsados de sus tierras para crear parques y reservas nacionales.
El turismo es la gallina de los huevos de oro de Kenia, generando tan solo en 2019 más de 1,600 millones de dólares; gran parte de esta cantidad proveniente de la industria del safari y de la conservación en lugares como el Masái Mara. Es un mundo cruelmente segregado, con campamentos y reservas poseídos y operados casi en su totalidad por europeos, estadounidenses y kenianos blancos, y solo un puñado de kenianos negros, los más ricos y mejor conectados políticamente.
Cualquier empleo local constituye el peldaño más bajo en la escalera de la conservación: trabajos mal pagados como cocineros, guías o personal de limpieza. Cerca del 67% de los habitantes viven en condiciones de pobreza.
La oportunidad de Reiyia de cambiar estas tendencias y realizar su visión llegó cuando conoció a Young en un congreso de asuntos indígenas en 2013.
En esos tiempos, Reiyia dirigía uno de los primeros safaris dirigidos por masáis, Oldarpoi Maasai Safari Camp, establecido después de estudiar y enseñar turismo y gestión de hospitalidad en Nairobi. Vendió sus vacas para poder comprar tiendas de campaña y pidió dinero a los ancianos de la comunidad para montar un campamento safari con apenas lo esencial.
Reiyia invitó a Young a visitar el campamento y de ahí surgió la alianza. Su primer reto fue convencer a la comunidad de arrendar sus tierras a la organización. Este fue un trato difícil para los terratenientes pobres con familias por alimentar, pues podían hacer dinero rápido rentando las tierras a grandes empresas de safaris.
“Si queremos preservar esta tierra para futuras generaciones, necesitamos una organización dedicada a la conservación”, dice Jacob Kiok, quien en 2016 fue uno de los primeros miembros de la comunidad en aceptar el acuerdo de arrendar sus tierras al grupo de conservación y hoy trabaja como enlace con la comunidad. Aunque Kiok inicialmente encontró difícil tomar la decisión, también dice que una tierra comunitaria significa que puede tener más ganado y tener acceso a tierra sagrada antes bloqueada por vallas.
“Si no nos hubiéramos unido para formar esta organización, nadie tendría acceso a esos lugares secretos, y ahí es donde reside nuestra cultura”, explica.
Al cabo de unos meses, Reiyia había convencido de unirse a más de setenta terratenientes.
El segundo obstáculo era el financiamiento. Young estuvo de acuerdo en donar dinero para pagar las primeras rentas (declinó a compartir cuánto dinero o cuántas rentas), pero conforme creció el interés, dice, dejó de ser suficiente.
Young tenía conexiones en el mundo de la filantropía, pero algo lo detuvo para no seguir ese camino. “Sentimos que, si nos volvíamos un lienzo para sus ideas sobre lo que la conservación debe ser, estaríamos abandonando nuestro ADN, el corazón de nuestra historia, incluso antes de iniciar”, recuerda.
En cambio, Young y Reiyia optaron por la microfinanciación colectiva y donaciones de familia y amigos. Casi 55,000 donaciones llegaron desde todo el mundo a través de su campaña de activismo global en el sitio web Avaaz. Esto les dio suficiente dinero para arrendar las tierras, y contratar y capacitar guardaparques. Lo anterior sumado a donaciones que Young solicitó entre sus amistades, sirvió para crear más de treinta empleos en la comunidad y retirar más de veinte kilómetros de valla para promover la migración.
Para 2017, los miembros de la comunidad reportaron que la hierba que cubría las áreas protegidas se estaba recuperando y el número de animales estaba creciendo. Además, los pagos fijos de los arrendamientos ayudaron a romper el círculo vicioso de pobreza que por décadas azotó a la comunidad. Maggie Reiyia, directora del programa de familia, género y educación de Nashulai, dice que los setenta terratenientes abrieron cuentas bancarias por primera vez. , dice Maggie Reiyia. “Han probado los frutos de la conservación y ahora no hay vuelta atrás”.
Preservación de la historia
Uno de los grandes retos de Nashulai conforme avanza a una nueva etapa de crecimiento será crecer sin sacrificar su modelo de gestión comunitaria, en especial ahora que sus esfuerzos obtienen un reconocimiento más amplio.
Grupos indígenas de Samburu y Laikipia, poblaciones del norte de Kenia, visitaron la organización para aprender cómo replicar el modelo. En 2020, Nashulai ganó el Premio Ecuatorial del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, que reconoce “esfuerzos comunitarios sobresalientes para reducir la pobreza a través de la conservación y el uso sostenible de la biodiversidad”. El premio de 10,000 dólares les dio visibilidad y elogio internacional.
La organización condujo recientemente otra campaña de microfinanciación colectiva en Avaaz para mitigar el impacto devastador que la pandemia de COVID-19 tuvo en los ingresos del turismo. Un trío de subvenciones (25,000 dólares de la McLean Foundation para un proyecto de regeneración de tierras de pastoreo, 40,000 dólares de la Summa Foundation para un proyecto de restauración de un río, y otra subvención similar de la Trolltech Foundation) también ayudaron a sostener a Nashulai a lo largo del año pasado.
Nashulai necesitará llenar sus arcas para lograr sus ambiciosos planes futuros. En particular si se considera que sus 5,000 acres son apenas una mota de polvo en comparación con los veintitrés parques y veintiséis reservas nacionales que componen el 8% del territorio keniano (más de once millones de acres).
La organización planea para finales de 2021 construir un café de historias, en donde los ancianos podrán documentar y relatar a las generaciones más jóvenes sus conocimientos sobre una vida sostenible. El paso de esta información es vital, explica Reiyia: “Si un anciano muere sin compartir su historia, es como si se incendiara una biblioteca entera”.
Dado que compartir información es esencial para que la comunidad aprenda sobre conservación, también planean expandir el Centro de Capacitación Cultural Nashulai, donde cien jóvenes masái ya desarrollan habilidades sin tener que viajar a Nairobi o al extranjero. Young ve este centro de capacitación como una especie de nodo de innovación que puede detonar soluciones ambientales dirigidas y gestionadas por personas indígenas, en especial ahora cuando se eleva la demanda de soluciones para el cambio climático y los ojos del mundo inevitablemente voltean a un África rico en tierras para cuestiones como el secuestro de carbono. Young y Reiyia también saben que necesitarán un liderazgo fuerte en el futuro si esperan genuinamente trastocar una industria multimillonaria que depende de los modelos actuales de conservación.
Para Reiyia, el asegurar que una futura generación masái pueda habitar sus tierras es ya una victoria notable.
“Han logrado salvar su tierra para sus hijos y las generaciones futuras”, dice Reiyia sobre los Masái. “Esta es la tierra donde los huesos de sus ancestros están enterrados. Ahí están sus canciones. Ahí está su folclor”.
Autores originales:
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Este artículo es contenido original de la revista de Stanford Social Innovation Review publicado en la edición otoño 2021.
- Traducción del artículo Reclaiming the Land por Carlos Calles.
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