Michael B. Dorff aporta un estudio bien balanceado de los pros y los contras de las corporaciones benéficas.
Como académico en el campo de las empresas sociales, debería poner mis cartas sobre la mesa: la corporación benéfica es frustrante. Similar a la deidad romana Jano, estas empresas tienen dos caras. La primera es alentadora, pues la corporación benéfica, al menos en teoría, rechaza la maximización de la riqueza de los accionistas. Les permite a los participantes en el mercado enfocarse intencionadamente en las consecuencias de la actividad corporativa. La segunda cara, sin embargo, es más siniestra, en gran medida porque la arquitectura legal que establece a las corporaciones benéficas sufre de defectos en la rendición de cuentas, incluidos endebles requisitos de informes y supervisión gubernamental. Estas fallas ofrecen una ruta de escape que los insiders corporativos con intereses personales pueden explotar para lavar su propósito (es decir, realizar un compromiso superficial con objetivos no financieros, pero solo como una estrategia de marketing) a expensas del público.
Mi investigación, cuyo tema central es la rendición de cuentas corporativa, enfatiza esta segunda cara. Por tal motivo, es justo llamarme un crítico de las corporaciones benéficas. De hecho, en Becoming a Public Benefit Corporation: Express Your Values, Energize Stakeholders, Make the World a Better Place (Convertirse en una corporación de beneficio público: expresa tus valores, estimula a los grupos de interés, haz del mundo un lugar mejor), el profesor de la Escuela de Derecho de Southwestern Michael B. Dorff correctamente me identifica como tal.
Incluso antes de abrir el libro, me sentía bastante aprensivo. A lo largo de los años, he leído un sinfín de artículos que evitan la discusión de los defectos en la rendición de cuentas y buscan retratar a la corporación benéfica como una forma de organización que puede limpiar el capitalismo. Estos trabajos suenan más a activismo académico o propaganda que a una investigación objetiva. ¿Sería lo mismo con el libro de Dorff?
La respuesta por suerte, es no.
Aunque Dorff admite la “inspiración” por el movimiento de emprendimiento social, no se hace ilusiones acerca de la corporación benéfica. En palabras de Dorff, la forma organizacional es una “herramienta de refuerzo” que apoya a quienes genuinamente les importa crear valor social; sin embargo, al mismo tiempo, no es una “herramienta de cumplimiento” efectiva para “obligar a las empresas que carecen de objetivos sinceros a priorizar el propósito”. Al ser honesto con los lectores sobre la dualidad de las corporaciones benéficas, el libro adquiere una credibilidad que lo distingue de muchos estudios previos.
Becoming a Public Benefit Corporation es un triunfo. Aunque aún soy un crítico de las corporaciones benéficas, el libro de Dorff ha reducido mi escepticismo.
Dorff organiza el libro de una manera que merece reconocimiento. En diferentes estados que cuentan con un estatuto de corporación benéfica, esta forma organizacional se ve y opera un poco diferente. En lugar de querer abarcar todas las variantes jurisdiccionales, lo que bien podría haber frustrado la coherencia del libro, Dorff destaca los dos modelos organizacionales predominantes: el Modelo de ley de B Lab, una organización sin fines de lucro, y el estatuto de corporación benéfica de Delaware, cuya principal diferencia radica en cómo se define legalmente el “beneficio público”. La ambición de B Lab era presionar a las legislaturas estatales a adoptar el Modelo de ley y, al hacerlo, armonizar la ley de empresas sociales a lo largo del país. B Lab tuvo un éxito considerable, por lo que tiene sentido que Dorff cite el Modelo de ley como representativo de estatutos de las corporaciones benéficas de los estados como una “buena base de los conceptos fundamentales”. La referencia de Dorff al estatuto de Delaware es, de igual forma, prudente. Una razón que da para incluirlo es que el estatuto de Delaware es “diferente del Modelo de ley en formas significativas”; por ejemplo, en cómo define legalmente “beneficio público”. Las diferencias son importantes para entender bien la naturaleza de la corporación benéfica. A través de este lente doble del Modelo de ley y el estatuto de Delaware, el libro explora con lucidez la corporación benéfica.
La promesa de las corporaciones benéficas es que legalmente deben perseguir algún propósito de beneficio público, además del lucro. En lugar de cumplir con sus obligaciones enfocado solo en los accionistas (como en una corporación tradicional), los líderes de una corporación benéfica son requeridos legalmente a reconciliar cómo perseguir simultáneamente un propósito social y las ganancias económicas, lo que Dorff llama el “deber de balance”. Cuando este deber de balance se toma en serio, las corporaciones benéficas tienen la capacidad de “producir bienes y servicios de calidad al tiempo que cuidan” a sus grupos de interés, como consumidores y empleados.
Sin embargo, las trampas son múltiples. Como observa Dorff, existen “pocas restricciones” sobre cómo las corporaciones benéficas “definen sus propósitos públicos”. Los equipos directivos tienen una “enorme discreción” en este deber de balance. Es decir, la ley no opina sobre cómo los líderes corporativos deben alcanzar el equilibrio entre propósito y lucro. Con esta discreción en el deber de balance, los directivos podrían considerar “todos los costos y beneficios” de cómo una decisión afecta sus objetivos no financieros, “no solo el impacto de la decisión en la rentabilidad de la empresa”. Pero un compromiso público vagamente articulado, aunado a la amplia discreción en el deber de balance, termina haciendo más difícil para los accionistas evaluar si los líderes corporativos se están comportando con integridad. Y si los accionistas tienen una venda sobre los ojos, los dirigentes con intereses propios pueden, argumenta Dorff, “pagarse salarios altos, firmar contratos entre la corporación y amigos y familiares, o simplemente holgazanear”.
El informe de beneficio, un requisito que Dorff caracteriza como un “mecanismo de cumplimiento del propósito”, está diseñado para reducir la carga de los accionistas al medir “qué tan exitosa fue la empresa en crear” beneficio público. Sin embargo, Dorff asegura que los directivos también tienen una amplia “latitud” legal para “dar forma a los informes de beneficio”. Un informe de beneficio podría ser integral o ser solo un “folleto publicitario”. Los líderes corporativos con intereses propios no deben preocuparse porque el gobierno supervise estos informes. Dorff señala que la mayoría de los estados no “insisten en una medida de calidad para estos informes” y la mayoría no emite sanciones a las corporaciones benéficas que “no los producen”.
Al no poder depender de un apoyo estatal, el recurso de los accionistas es demandar cuando las acciones directivas son sospechosas. Litigar, señala Dorff, puede formar el “comportamiento” de los líderes corporativos y “empujarlos a tomarse sus preocupaciones sociales” con seriedad. No obstante, cita algunos inconvenientes para estos “procedimientos de cumplimiento del beneficio”. Por ejemplo, el estándar legal que rige la mayoría de las decisiones de los directivos es si estas son “informadas, desinteresadas y de buena fe”. El estándar legal se satisface fácilmente si el compromiso público es ambiguo y el deber de balance acepta una amplia discreción. Siempre que los líderes corporativos presenten sus decisiones de manera que cumplan con el estándar legal, pueden ocultar comportamientos egoístas y evitar la responsabilidad.
La impostura o el lavado de propósito se vuelve posible porque este oportunismo ocurre detrás del velo corporativo, un punto que Dorff podría haber destacado de manera más clara. Los consumidores socialmente conscientes que pagan una prima alta por lo que creen que son bienes éticamente producidos, por ejemplo, dependen de las afirmaciones publicitarias de las corporaciones benéficas. Estos consumidores son vulnerables a que los directivos se aprovechen de la percepción pública positiva para malversar los activos de la corporación.
Dorff acepta que la facilidad de los directivos para lavar el propósito bajo la arquitectura estatuaria actual pinta un panorama “desalentador”. Sin embargo, propone nuevas estrategias para definir mejor el compromiso público de la empresa y estipular cómo balancear la rentabilidad y el propósito. En teoría, estas estrategias podrían reducir la capacidad de los líderes corporativos para lavar el propósito.
Vale la pena notar que Dorff no aboga por un “esquema mandatorio” en el que las legislaturas estatales modifiquen sus leyes para imponer dicho requisito. En lugar de eso, favorece la implementación contractual voluntaria, pero no explica esta preferencia. Podría ser que Dorff prefiera un enfoque contractual por la baja probabilidad de que las legislaturas estatales modifiquen sus estatutos de corporaciones benéficas. Desde que Maryland pasó el primer estatuto en 2010, las legislaturas estatales han hecho esencialmente nada para aumentar la fiabilidad pública de las corporaciones benéficas. Por lo tanto, la inacción regulatoria continua podría explicar la postura de Dorff.
Dicho esto, las contribuciones de Dorff en torno a “umbrales mínimos”, “proporciones de compensación” y “maximización sujeta a restricciones” son estrategias sólidas. Es plausible que implementar contractualmente una, o una combinación, de estas estrategias a través de un reglamento o la disposición de un estatuto, y luego divulgar públicamente un plan, podría hacer que las afirmaciones con propósito de una corporación benéfica sean más transparentes y creíbles, especialmente cuando el plan está más detallado. Los requerimientos legales poco rigurosos para definir el propósito de la corporación benéfica y el deber de balance, ambos nebulosos, serían complementados con un plan que comunique hacia el exterior qué implica ese “propósito” y cómo el equipo directivo espera combinarlo con el beneficio económico. Como señala Dorff, “entre más específicas y detalladas sean las metas, y más precisas y verificables las medidas, mayor será la restricción” sobre la capacidad de los líderes corporativos para llevar a cabo el lavado de propósito.
Sin embargo, es significativo que Dorff no señale esas estrategias como los únicos métodos para prevenir el lavado de propósito. Las estrategias son meras ilustraciones para estimular la “creatividad [de las corporaciones benéficas] para idear otras”. Aun así, quienes conozcan la literatura sobre corporaciones benéficas nunca antes se habrán encontrado con este tipo de estrategias contractuales, que representan una novedad y algo digno de más reflexión en las investigaciones académicas.
Sin embargo, saber si las innovaciones contractuales de Dorff tendrán algún valor en la práctica es otro asunto. Soy un cínico. Mi cinismo surge de la legislación europea de empresas sociales sobre la que escribo la mayor parte de mi tiempo. En Europa, las empresas sociales están sujetas a una regulación agresiva, lo que ofrece al público mayor seguridad de que estas empresas dan seguimiento a sus compromisos sociales. En consecuencia, mi mantra general es: entre más regulaciones, mejor. Pero si la intervención del Estado para aumentar la confianza pública no está asegurada, quizás el destino del movimiento de corporaciones benéficas sí se encuentra en una acción contractual entre emprendedores e inversionistas. Aunque no favorezco la autorregulación contractual, el libro muestra que existen emprendedores e inversionistas altruistas, como los “inversionistas que buscan más que beneficios económicos”.
Esta reseña no estaría completa sin revelar una pequeña objeción. El libro destaca datos empíricos que generan preocupaciones sobre accionistas, en específico fondos de capital-riesgo, que “están interesados en el lavado de propósito”. Pero Dorff no examina las implicaciones teóricas ni ofrece posibles soluciones como las que propone para los directivos. Incluso en un mundo perfecto, donde todos los directivos se tomaran en serio sus compromisos sociales de propósito, nada impediría que los accionistas motivados por lo financiero pudieran usar sus derechos de control para retractarse de esos compromisos. Que Dorff no considere esa ruta de escape para el accionista interesado en sí mismo hace que el libro se sienta algo incompleto.
No obstante, Becoming a Public Benefit Corporation es un triunfo y será de interés para quien busque una mirada fresca a los pros y contras de las corporaciones benéficas. Aunque quizá siempre seré un crítico de las corporaciones benéficas, el libro de Dorff ha reducido mi escepticismo.
Autores originales
- J. S. Liptrap es subdirector de instrucción en investigación legal y profesor en la Quinnipiac University School of Law (Facultad de Derecho de la Universidad Quinnipiac).
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Este artículo es contenido original de la Revista Stanford Social Innovation Review publicado en la edición invierno 2024.
- Traducción del artículo Who Benefits From Benefit Corporations? por Carlos Calles.
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