Este artículo es contenido original de la revista de Stanford Social Innovation Review publicado en la edición otoño 2020.
Al poco tiempo de que la COVID-19 afectara a los Estados Unidos, el cubrebocas hecho en casa surgió como un poderoso símbolo del propósito colectivo de los estadounidenses de vencer a la pandemia. Su manufactura improvisada en hogares a lo largo del país ilustró el encuentro entre el aumento del voluntariado y la crisis.
Sin embargo, el estatus de este cubrebocas casero como símbolo de movilización nacional se convirtió, en última instancia, en emblema de la desunión nacional. Después de todo, la necesidad misma de producir y distribuir de manera privada y a gran escala un bien público tan obvio resaltó el fracaso del Estado para prepararse ante la pandemia. ¿Eran los cubrebocas caseros una crítica a los exiguos presupuestos públicos y a la presidencia de Donald Trump? ¿O expresaban una desconfianza fundamental en la capacidad del Estado para asumir el liderazgo durante una crisis pública de gran escala? Estas preguntas llevan a otras más grandes con respecto al voluntariado impulsado por la crisis: ¿será que el aumento de ayuda mutua en respuesta a la pandemia estaba necesariamente ligado a exigir una red de seguridad más robusta o implicaba un esfuerzo inherente para combatir el estatismo?
Como señala la profesora de sociología de la Universidad de Chicago Elisabeth S. Clemens en su nuevo y oportuno libro, Civic Gifts: Voluntarism and the Making of the American Nation-State (Donaciones cívicas: el voluntariado y la creación del Estado nación estadounidense), la ambigua relación entre el voluntariado y el Estado nación tiene una larga historia.
La narrativa de Clemens toma dos caminos: una historia de la creación de nación y construcción de Estado, y otra del voluntariado en Estados Unidos o, más precisamente, una historia de las donaciones masivas a la beneficencia hechas por las élites del país. Aunque el libro presenta cierto análisis sociológico denso, la mayor parte del relato traza un mapa de los cruces entre los dos caminos antes mencionados, con las grandes crisis nacionales –guerras, depresiones económicas y desastres ecológicos y naturales– usadas como principales puntos de intersección. La crónica tejida en torno a esto es de una textura rica, matizada y apasionante.
El libro se opone a la concepción, por muchos años dominante, de cómo se relacionan el voluntariado y el Estado, un dualismo consagrado en las afamadas observaciones de Alexis de Tocqueville. Al visitar los Estados Unidos en la década de 1830, el noble francés destacó las asociaciones de voluntarios que proliferaban en la nación como una de sus características determinantes y argumentó que servirían como pilares contra un gobierno central despótico. En los casi dos siglos desde entonces, tanto grupos de izquierda como de derecha –es decir, los que se oponen a un poder expandido del gobierno y quienes lo alientan– han propuesto concepciones similares sobre las asociaciones de voluntarios y de acción voluntaria como rivales de la construcción de Estado. Clemens, sin embargo, se une a los académicos contemporáneos que han mostrado cómo el voluntariado ha servido, con frecuencia, como instrumento de gobernanza y también como medio para extender el poder de un Estado centralizado sin expandir necesariamente sus fronteras institucionales.
Civic Gifts presenta un reto incluso más amplio al mito de Tocqueville que ha dado forma a gran parte del pensamiento convencional sobre el voluntariado. Los textos de este autor contribuyeron a entrenar a los estadounidenses a considerarse una nación de donadores excepcionales y virtuosos participantes cívicos. A pesar de esto, Clemens, partiendo del trabajo de historiadores como Johann Neem y Kevin Butterfield, recupera la disputa sobre la legitimidad de las asociaciones en los primeros años del país, sospechosas de ser amenazas potenciales para la libertad individual y el bien común. De manera similar, muestra que, si bien la actividad colectiva de beneficencia ha servido para crear “solidaridad política entre ciudadanos, a pesar de las desigualdades sociales y económicas generalizadas”, los estadounidenses siempre han albergado miedo a que las donaciones fomenten relaciones de dependencia y expectativas de gratitud, las cuales amenacen la “dignidad democrática” de los ciudadanos. Clemens demuestra cómo la benevolencia organizada se ha usado como herramienta para la creación de nación y de Estado, incluso cuando está consciente de cómo esto puede socavar las nociones idealizadas de ciudadanía liberal centrales a esos proyectos. Este libro, en otras palabras, acepta las “contradicciones constitutivas”, llamadas así por Clemens, que son parte de la historia estadounidense. Esa incongruencia dificulta la lectura del libro, pero lo convierte en uno importante.
La autora proporciona una historia de los primeros casos de movilizaciones de voluntariado a nivel nacional, junto con las sospechas que hubieron en torno a dichos esfuerzos. Pone particular énfasis en las “grandes comisiones” de la guerra de Secesión estadounidense, en especial a la United States Sanitary Commission (Comisión Sanitaria de los Estados Unidos, USSC), una organización privada dedicada a disciplinar la efusión espontánea de generosidad local y promover una perspectiva impersonal a las donaciones, con la cual no se dirigían a los enlistados locales sino al “soldado nacional”.
La USSC estableció una plantilla para donaciones como un sistema generalizado de reciprocidad translocal, en el cual el servicio militar era recibido con generosidad a nivel nacional. Clemens argumenta que esto ayudó a minimizar los riesgos de que las donaciones alentaran la dependencia o la sumisión. Fue hasta la Primera Guerra Mundial que se cumplió en su totalidad la promesa de unir al voluntariado organizado con la autoridad política nacional, aunque solo temporalmente. El presidente Woodrow Wilson, reacio a erigir una burocracia federal permanente, dependió en gran medida de un sistema descentralizado, pero coordinado, de gobernanza y de medios voluntarios de movilización de recursos. En el “Estado expansible” de Wilson, Clemens señala, “los proyectos federales amplificaban y se basaban en las capacidades locales, solidaridades y prejuicios”, aprovechando las mismas redes que las élites locales habían construido en décadas anteriores para recaudar fondos con fines comunitarios, para que estuvieran al servicio de los fines nacionales.
La Cruz Roja de Estados Unidos fue central para este modelo –y también lo es, generalmente, en el libro de Clemens–. Esta organización, que obtuvo estatus federal en 1900, surgió como una novedad en el sistema estadounidense de gobernanza, pues se trataba de una “asociación civil directamente subordinada a los titulares de la oficina ejecutiva en el gobierno federal”. Como aclara Clemens, los partidarios de la Cruz Roja entendieron su misión no solo en términos de apoyar a las tropas, sino también de cultivar un espíritu de autosacrificio y solidaridad nacional entre los ciudadanos donadores, el que relacionaría al voluntariado civil con el gobierno federal.
Con la desmovilización militar, parte de esta infraestructura fue readaptada para atender las necesidades en tiempos de paz; las élites locales de nuevo tomaron el control de la beneficencia a nivel comunidad. Una década después, el presidente Herbert Hoover aprovechó estas redes para atender la devastación económica de la Gran Depresión. Resistió los llamados a que se otorgara apoyo federal, pues temía perjudicar la respuesta de la beneficencia local. La Cruz Roja fue otra vez el centro de estos debates. Cuando los demócratas propusieron una asignación del congreso por $25 millones de dólares para la organización, Hoover y sus aliados dentro de la Cruz Roja rechazaron la oferta. “Si destruimos el sentido de la responsabilidad que surge de la generosidad individual y el respeto mutuo durante tiempos difíciles en el país”, explicó, “no solo afectamos algo infinitamente valioso en la vida de los estadounidenses, sino que topamos con las raíces del autogobierno”.
De hecho, sí hubo un aumento impresionante de donaciones en respuesta a la crisis, pero pronto se volvió claro que la beneficencia privada era completamente inadecuada para el nivel de desesperación en la sociedad. Cuando Franklin D. Roosevelt asumió la presidencia en marzo de 1933, lo hizo con un repudio explícito a la dependencia de Hoover en el voluntariado. FDR intentó establecer con claridad el límite entre el apoyo federal y la beneficencia privada, insistiendo en la prevalencia del primero. Al hacer esto, argumenta Clemens, FDR ayudó a forjar un discurso que brindó legitimación a la asistencia pública como “un derecho democrático”, el cual se definió en contraste con el sentido tradicional de la beneficencia como “una amenaza a la dignidad democrática”.
La transición de Hoover a FDR se ha convertido en una fábula moral progresiva trillada, invocada recientemente de cara a la intransigencia republicana sobre la designación de suficientes fondos federales para atender la crisis económica resultante del COVID-19. Clemens no cuestiona la insensatez del orgullo de Hoover ante el voluntariado, pero sí problematiza sobre lo que ella considera una suposición dominante en mucha de la historiografía del Estado benefactor: que el movimiento de “beneficencia a derechos” fue linear e inevitable. El New Deal de Hoover, sostiene Clemens, no “eliminó la beneficencia privada de la gobernanza estadounidense”. FDR dependió de trabajadores profesionales de la beneficencia para implementar muchas de sus políticas de alivio y ellos aportaron a su misión pública los planteamientos que regían su trabajo anterior, incluida su propensidad por la investigación y una dependencia en categorías discriminatorias de clasificación. FDR también llegó a reconocer la importancia de la “filantropía ciudadana”, en la que el voluntariado local podía ser de apoyo para la política nacional.
Este compromiso con la “filantropía ciudadana” se intensificó con la movilización militar para la Segunda Guerra Mundial, cuando FDR, al igual que Wilson, aprovechó la acción voluntaria para promover los objetivos nacionales. Esta vez, el presidente apoyó una asignación del congreso de $50 millones para la Cruz Roja. En una encuesta realizada por Gallup en 1943, citada por Clemens, el 84 % de los encuestados reportó haber donado a la organización. En la versión de FDR del “Estado expandible”, las facultades del gobierno federal eran más grandes que en el pasado y eclipsaban las del ámbito voluntario. Y, sin embargo, los defensores de la Cruz Roja y otras organizaciones voluntarias con frecuencia exhortaban a los estadounidenses a donar como un “profiláctico en contra del aumento de la tributación”. Al mismo tiempo, las beneficencias privadas cedieron, en su mayoría, la asistencia y las obras públicas a gran escala al gobierno y comenzaron a enmarcar sus contribuciones como suplementarias. De acuerdo con Clemens, esta alianza entre el gobierno federal y las beneficencias privadas aumentó las tensiones entre ellos, al tiempo que “generó una síntesis novedosa, la cual terminó por convertirse en el ‘sector sin fines de lucro’” de la posguerra.
Civic Gifts dirige nuestra atención a “momentos potentes en los que ciudadanos democráticos insistieron en que el gobierno dependía no solo del consenso popular sino también de la contribución popular”. También plantea preguntas importantes sobre la naturaleza de dichas contribuciones y sobre las relaciones entre las donaciones de beneficencia, la identidad cívica, la participación democrática y el Estado. Las instituciones en el corazón del libro, diseñadas para promover la cultura cívica de las donaciones y la solidaridad nacional, con frecuencia minimizaban el control de los donadores y su capacidad de acción. El acto de donar, de contribuir, era la única exigencia.
La tendencia en las últimas décadas, sin embargo, apunta en dirección opuesta. Muchos acontecimientos recientes dentro del sector de la beneficencia pública —desde la aceptación de United Way de dar opciones a los donadores, hasta la proliferación de fondos asesorados por donadores y la des intermediación posibilitada por el internet— han potenciado el poder de los individuos para dirigir fondos de maneras más acorde a sus preferencias; pero han erosionado las dimensiones comunitarias de donar.
Para bien o para mal, la crisis de la COVID-19 es la primera de alcance nacional que se ha desarrollado sin el surgimiento de una institución unificadora y centralizada que funcione como fuerza centrípeta del voluntariado. Si queremos recuperar la posibilidad de una “movilización expansiva de esfuerzos voluntarios” aprovechada con un propósito y con una identidad nacional, el libro de Clemens deberá servir no como una guía sino como una fuente de motivación. Se requerirá “no una restauración, sino una serie de combinaciones y re combinaciones innovadoras”, como describe ella. Y también será requisito aceptar las “contradicciones constitutivas” en la vida cívica estadounidense, que la autora ha narrado tan hábilmente.
- Benjamin Soskis es investigador asociado en el Centro de Organizaciones sin Fines de Lucro y Filantropía del Urban Institute y coeditor de HistPhi
- Traducción del artículo Volunteer Nation por Carlos Calles.