Al predecir la vulnerabilidad, las ciencias biológicas pueden ayudar a familias, comunidades, personal médico y legisladores a desarrollar soluciones más efectivas para un inquietante problema de salud: enfermedades mentales en la infancia.
Imaginen que pudiéramos descubrir a los infantes con mayor riesgo de desarrollar trastornos mentales debilitantes; incluso, detectarlos antes de la aparición del primer síntoma. Piensen cómo ese conocimiento podría ayudar a padres, escuelas, organizaciones sin fines de lucro y organismos de servicios de salud a diseñar intervenciones más apropiadas y específicas. Actualmente, gracias a los avances en las investigaciones más recientes dentro del campo de la epigenética (modificaciones externas al ADN que activan y desactivan los genes), estamos un paso más cerca de lograr lo anterior.
Michael Meaney, profesor de medicina en el Instituto Douglas de Salud Mental de la Universidad McGill, así como ganador del premio de un millón de dólares por parte de la investigación Klaus J. Jacobs, es el motor detrás de esta investigación.
Su trabajo está basado en el entendimiento de que las adversidades en la infancia, como la pobreza o el abuso (e incluso las experiencias de los ancestros del infante), pueden afectar cómo las células leen los genes. Ello impide que los niños desarrollen respuestas saludables al estrés y los deja vulnerables a los trastornos mentales.
Estos efectos biológicos, encontró Meaney, dejan marcadores químicos que los científicos pueden medir usando un hisopo simple para recoger saliva y unas pocas células del interior de la mejilla de cualquier persona.
Es importante señalar que no todos los infantes que enfrentan la adversidad tienen el marcador, dice Anne Petersen, una científica conductual y profesora de investigación en la Universidad de Michigan. Ello significa que algunos niños expuestos a la adversidad son más vulnerables que otros.
Identificar a quienes corren mayor riesgo es crítico, argumenta Meaney. “Necesitamos tratar a los niños individualmente y no a las condiciones”, comenta. “El punto es tratar de discernir la vulnerabilidad a un nivel individual del infante y no simplemente depender de las condiciones globales que predicen un aumento de riesgo”.
La perspectiva de una inversión social
Aunque pocas veces se vuelven noticia, los trastornos mentales afectan a millones de niños, niñas y adolescentes. De hecho, mundialmente, un veinte por ciento de la población joven padece de un trastorno mental, según la Organización Mundial de Salud, y la mitad aparece antes de los catorce años. Los trastornos mentales pueden descarrilar a los infantes en una etapa crítica de sus vidas, lo que dificulta que se conviertan en miembros saludables y comprometidos de la sociedad. Potencialmente, lo anterior implica una gran carga emocional y financiera en sus familias.
“Es extremadamente importante, desde una perspectiva de inversión social, hacer esto bien”, dice Petersen. “Es muy costoso tener a estos niños lastimados que después se convierten en adultos lastimados”.
Un nuevo mundo de tratamientos
Médicos pioneros han dado grandes pasos en el desarrollo de programas cada vez más efectivos que traten los efectos de la pobreza entre jóvenes y otros tipos específicos de adversidad. Sin embargo, estos tratamientos pueden no ser efectivos para todos los niños vulnerables de cualquier edad. Para las familias, los médicos y otras personas, la aplicación de la ciencia al problema de trastornos mentales durante la infancia abre un nuevo mundo de tratamientos. De la misma forma que científicos están desarrollando tratamientos personalizados para el cáncer, la epigenética les permitirá crear intervenciones hechas a medida para individuos o grupos específicos.
“Con base en la ciencia, podemos desarrollar nuevas ideas y llevarlas a profesionales de la salud que están enfrentando problemas con infantes cuyas intervenciones no están funcionando”, dice Jack Shonkoff, profesor de salud y desarrollo infantil en el Centro del Infante en Desarrollo, perteneciente a la Universidad de Harvard. La iniciativa de Shonkoff, llamada Frontiers of Innovation (Fronteras de la innovación), está laborando para entender las consecuencias del trauma infantil y determinar qué provoca cambios en el desarrollo de los niños. “La ciencia puede ayudarnos a ser más precisos sobre por qué estamos haciendo las cosas que estamos haciendo”, dice.
Intervenciones como el programa de visitas al hogar Nurse-Family Partnership (Colaboración Enfermería-Familia) también se beneficiarán de los avances epigenéticos. Fundada a partir del trabajo de David Olds (profesor de pediatría, psiquiatría y medicina preventiva en la Universidad de Colorado y uno de los socios de Meaney), la organización ayuda a madres primerizas de bajos recursos a afrontar el embarazo de mejor manera. Les proporciona capacitación y apoyo, enfocados en la salud y el desarrollo de su bebé, y da seguimiento hasta que el hijo o hija cumple dos años.
“Digamos que encuentras a individuos con una configuración de vulnerabilidad genética particular y conoces que ciertos tipos de experiencias les conducirán a un desarrollo riesgoso”, dice Olds. “Entonces podrías enfocarte en ese segmento de la población”.
Shonkoff se refiere a la depresión materna como una ejemplificación de que, en el futuro, las intervenciones tradicionales podrían verse radicalmente distintas. Cuando una mamá está deprimida, puede mostrarse indiferente a su hijo de una forma consistente, algo que a la larga podría afectar el comportamiento y el estado emocional del infante. Hoy, dado que las investigaciones conductuales nos dicen que la depresión materna es lo que afecta el comportamiento del hijo, una intervención estándar podría ser la de tratar dicha depresión.
“Pero un clavado más profundo a la ciencia podría sugerir qué niños son más sensibles a la poca atención de la madre”, dice Shonkoff. “Eso nos permitiría desarrollar diferentes tratamientos infantiles basados en sus predisposiciones genéticas ante la adversidad y sus niveles individuales de resiliencia”.
Meaney enfatiza que las pruebas biológicas deben ser vistas como parte de un rango de medidas ante la vulnerabilidad. “No debe ser únicamente en un nivel biológico”, dice. “Pero sí debe ser al nivel del individuo. Y lo que yo puedo contribuir es la biología; esa es mi parte del rompecabezas”.
Como con cualquier intervención que esté específicamente dirigida, emergen algunas cuestiones éticas. “Cuando reduces esto al nivel biológico, quieres asegurarte de que los riesgos potenciales de estigmatización estén pensados con mucho cuidado”, dice Olds. “Este es un problema general que todos debemos de considerar”.
Sin embargo, un mejor conocimiento del tema preparará el camino para soluciones más efectivas. Saber cuándo los niños están en riesgo empoderará a los padres para actuar. Si las pruebas biológicas pueden resaltar la vulnerabilidad, también podrían confirmar cuando ciertas técnicas de crianza fortalecen exitosamente la resiliencia mental del infante. Al mismo tiempo, para los profesionales médicos, las perspectivas sobre la epigenética podrían ayudar a reducir tratamientos farmacológicos innecesarios.
Quizá, saber qué infantes están en mayor riesgo nos permitirá enfocar nuestros recursos limitados hacia donde pueden ejercer la mayor diferencia. Hacer esto significa progresar más en la lucha para prevenir el desarrollo de condiciones mentales debilitantes de por vida. Al final, aumentaremos la cantidad de individuos que logren llevar vidas más sanas y productivas.
Autora original:
- Sarah Murray (@seremony) es periodista freelance, colaboradora frecuente en el Financial Times y el Economist Group. También ha escrito para muchas otras publicaciones, tales como Stanford Social Innovation Review, The New York Times, South China Morning Post y The Wall Street Journal.
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Este artículo es contenido original de la revista de Stanford Social Innovation Review publicado en 2015.
- Traducción del artículo por Ángela Mariscal
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