Se aprende mucho sobre cómo las personas son cómplices de malas acciones al leer el libro de Max H. Bazerman, Complicit (Cómplice); sin embargo, nos quedamos preguntándonos por qué.
Hace unos 20 años, un estudiante universitario de negocios me dijo que abandonaría mi curso de introducción a la ética, no porque no disfrutara de la clase sino porque, según dijo, el análisis ético profundo no tenía cabida en sus aspiraciones profesionales. Fue en esta época que, según Max Bazerman, profesor de la Escuela de Negocios de Harvard, las escuelas de negocios comenzaron a incorporar la ética en sus planes de estudio. Bazerman fue parte de este movimiento, el cual excluyó la ética normativa tradicional, que explora cómo deberían actuar las personas, para apoyar una ética del comportamiento que se enfoca en el comportamiento real de la gente.
Bazerman continúa con esta búsqueda en su último libro, Complicit: How We Enable the Unethical and How to Stop (Cómplice: Cómo propiciamos lo no ético y cómo detenerlo ). En él, se propone comprender los casos enigmáticos de por qué algunas personas, aparentemente decentes, ignoran, niegan o permiten los comportamientos nocivos de sus jefes, colegas y socios comerciales. Entrevista a una amplia gama de sujetos notoriamente malos, entre ellos: directores del proveedor de opioides Purdue Pharma, a la fundadora y directora ejecutiva de Theranos, Elizabeth Holmes, al cofundador y director ejecutivo de WeWork, Adam Neumann, y al exproductor de cine y delincuente sexual convicto Harvey Weinstein. Los entrevista no para explicar su comportamiento, sino más bien para examinar las formas en que dependían de la complicidad de los demás.
Complicit es impulsado por tres objetivos. Primero está el enfoque descriptivo, que ilustra los diferentes tipos de complicidad.
En segundo lugar, se encuentra el objetivo explicativo, que emplea conceptos de la ética del comportamiento para responder a la pregunta de “por qué las personas colaboran con los malhechores”. Y en tercero está lo que podría llamarse un objetivo de mejora, o la oferta de “ideas para reducir la complicidad”. Los amplios estudios de caso de Bazerman ciertamente cumplen con el objetivo descriptivo e incluso pueden alentar a los lectores a reflexionar sobre cómo han sido o podrían ser cómplices de malas acciones.
Sin embargo, en los aspectos explicativos y meliorativos, Bazerman tiene mucho menos éxito. Los conceptos y la terminología de la ética del comportamiento resultan ser formas meramente artificiosas de volver a describir las acciones que busca explicar. Sus recomendaciones sobre cómo las personas pueden evitar ser cómplices, por lo tanto, equivalen a poco más que una invitación a pensar antes de actuar. Y sus sugerencias sobre cómo “los líderes pueden crear organizaciones menos cómplices” corren graves riesgos morales por sí solas .
Bazerman comienza con una distinción entre los “cómplices obvios” y los “ordinarios”. Los cómplices obvios se unen a un malhechor principal porque comparten los mismos valores y objetivos que esa persona, o simplemente porque acceder a lo que les propone es estratégicamente útil para ellos. Por el contrario, los cómplices ordinarios, son “personas normales que permiten que se haga un daño como resultado de sus comportamientos implícitos y poco calculados”. Bazerman se enfoca principalmente en estas personas , exponiendo de manera convincente el riesgo y la realidad de la complicidad en la vida cotidiana; por ejemplo, los prejuicios que hacen que las personas bien intencionadas no sean conscientes de su propio comportamiento racista, desde la mentalidad del salvador blanco hasta las microagresiones. Bazerman incluso utiliza todo un capítulo para narrar una anécdota sobre su propia complicidad en la publicación de un artículo, que luego se retiró de circulación, dado que se basaba en datos fraudulentos.
No basta afirmar que la complicidad es un hecho de la naturaleza humana, pues las personas no son marionetas de su propia psicología. Son agentes conscientes.
Bazerman dedica la mayor parte del libro a los cómplices ordinarios, identificando cinco perfiles de complicidad ordinaria: perpetuar la injusticia estructural alegando desconocer el privilegio propio; suspender las facultades críticas bajo la influencia de “falsos profetas” como Holmes o Neumann; someterse demasiado a la autoridad desde una posición de lealtad injustificada, como las administraciones universitarias ignoran los informes sobre el comportamiento depredador sexual de los entrenadores deportivos; confiar demasiado en las relaciones profesionales, como cuando Bazerman describe su coautoría de un artículo problemático; y crear o adoptar prácticas poco éticas, como los médicos aceptan obsequios que las compañías farmacéuticas les ofrecen por recetar ciertos medicamentos.
Bazerman aborda su objetivo explicativo principalmente en el capítulo sobre la psicología de la complicidad, en el que delinea varios “mecanismos psicológicos” que constituyen el origen de la complicidad ordinaria. Sin embargo, aunque apelar a los mecanismos psicológicos podría brindarle una pizca de rigor científico a la ética del comportamiento, el análisis de Bazerman es bastante superficial. Por ejemplo, al tratar de explicar por qué los inversionistas financieramente sofisticados y las grandes corporaciones cayeron ante el entusiasmo carismático de Holmes y Neumann, Bazerman apela a una distinción entre la fe y la razón. La fe, dice, es “una creencia fuerte o inquebrantable que existe sin prueba o evidencia”, una definición que en efecto no es más que la definición de un enamoramiento con un falso profeta. Por lo tanto, el afirmar que la gente tenía fe en Holmes y Neumann, deja a los lectores sin saber por qué lo hicieron.
Una vacuidad similar acompaña la descripción que hace Bazerman de las personas que permitieron el abuso sexual crónico perpetrado por Harvey Weinstein, Larry Nassar y Jerry Sandusky, y a los gerentes e ingenieros de nivel medio que no denunciaron las malas prácticas industriales de Boeing, General Motors y Volkswagen.
Aquí, Bazerman sugiere que detrás de ese comportamiento hay una combinación tóxica de lealtad feroz y deferencia a la autoridad. Pero nuevamente, dado que define la lealtad “como un compromiso de actuar en beneficio de una u otras personas o de una organización sin deliberar sobre si tales acciones son racionales o éticas” y explica la deferencia a la autoridad como el otorgar gran valor “a las instituciones existentes y a la tradición”, los lectores siguen sin saber por qué la gente no piensa en lo que está haciendo o no cuestiona los valores de ciertas instituciones y tradiciones.
Más preocupante aún que estas “explicaciones” insuficientes es que al centrarse en estos mecanismos, Bazerman ignora el hecho de que los cómplices ordinarios no son autómatas, ni víctimas pasivas de su psicología. Por el contrario, son agentes activos que evalúan situaciones, emiten juicios y toman la decisión de actuar, tal como lo demuestran sus propios ejemplos.
Primero, consideremos la explicación de Bazerman sobre cómo “cuando creamos daño indirectamente y nos beneficiamos de ello, lo justificamos más fácilmente que cuando causamos daño directamente”. No explica este mecanismo en relación con los asistentes de Weinstein que, a sabiendas, “archivaron a las mujeres de las que se aprovechó como 'FOH' o ‘Friends of Harvey’ ('Amigas de Harvey'[en sus teléfonos]) y reunieron 'biblias' de consejos para sus sucesores sobre cómo organizar tales encuentros”, pero sin duda esto es relevante. Sin embargo, dichos asistentes sabían, o tenían una muy buena idea de lo que estaba pasando y emitían juicios sobre cómo actuar. Quizás algunos pensaron que como no eran ellos quienes estaban abusando de otras mujeres, sus manos estaban limpias. Pero muchos, seguramente, solo querían conservar sus trabajos y evitar la ira de su jefe. De hecho, el propio Bazerman cita el miedo como buena parte del motivo de la conducta cómplice. Sin embargo, este no es el tipo de “teoría psicológica compleja” que él afirma que se requiere para explicar la complicidad ordinaria.
O considere el “resbaloso declive hacia la complicidad”, que es cuando, según describe, “las personas se vuelven más dispuestas a participar en una conducta poco ética a medida que gradualmente aumenta su propio nivel de falta de ética”. Esta es una descripción bastante común de la vida humana.
Un empleado escucha que algunos de sus colegas no informan todas las veces que salen temprano de la oficina y, por lo tanto, comienza a falsificar su propio registro del tiempo. Si otros lo están haciendo, yo también puedo, podría pensar. Nuevamente, el cómplice hace un juicio deliberado: no se requieren “mecanismos” sutiles para explicar este comportamiento.
La complicidad ordinaria es, como su nombre lo dice, ordinaria. Las personas pueden ser egoístas, ambiciosas, racionalmente temerosas de perder sus trabajos o deseosas de impresionar a un jefe o estar cerca del poder.
Son deliberadamente perezosas, se entretienen en pensamientos imaginarios y se distraen fácilmente. Ciertos términos pegajosos como “ética limitada” y “puntos ciegos” éticos podrían describir estos comportamientos, pero no brindan respuestas a la pregunta central de este libro del “por qué” lo hacen. No basta afirmar que la complicidad es un hecho de la naturaleza humana, pues las personas no son marionetas de su propia psicología. Son agentes conscientes capaces de pensar por sí mismos y actuar según sus propios juicios.
Al mismo tiempo, las descripciones que Bazerman propone como marco de referencia podrían brindar instrucciones factibles para reducir o eliminar la incidencia del comportamiento no ético y la complicidad con el mismo.
Para ser menos cómplices, dice Bazerman, las personas deben ser “valientes, deliberativas, inclusivas, persistentes y efectivas”. Deben “involucrar su cognición” y “considerar qué valores” son los más importantes para ellas y, por lo tanto, ser más propensas a “rechazar y confrontar el comportamiento poco ético” y pensar en su “código moral personal”. Si las personas cuestionaran sus suposiciones y sus juicios reflexivos o emitidos hacia el exterior, podrían ser más éticas. En resumen, sería mejor si la gente se detuviera a pensar.
Tal es el consejo que ofrece Bazerman a las personas. También ofrece soluciones más amplias ante la complicidad para sus lectores meta: los líderes. Tiene razón al enfatizar la relevancia de los contextos institucionales y organizacionales para la incidencia y manejo de la complicidad, pero agrega que los líderes “acumulan un amplio... mandato ético”, por el cual “tienen abundantes oportunidades para influir positivamente en la ética de los demás”. Por sí sola, esta declaración debería darnos un motivo de reflexión. No hay ninguna razón obvia para creer, y hay poca evidencia que respalde, la idea de que las personas que asumen posiciones de liderazgo, sobre todo en los sectores que buscan obtener ganancias, serán especialmente reflexivas o conscientes de la ética. Como muestran muchos de los ejemplos de Bazerman, los pronunciamientos morales de los líderes se deben ver con una buena dosis de escepticismo.
Al menos dos de las estrategias que Bazerman recomienda para que los líderes aprovechen estas “oportunidades” éticas también son preocupantes. Los líderes, dice, deberían “empoderar... la acción grupal” y “crear mecanismos que alienten a los miembros de la organización a unirse para detener las acciones poco éticas”. Y los líderes pueden, por ejemplo, “romper el hielo" en las discusiones de evaluación del personal de modo que las personas en la sala se sientan seguras para “desahogar sus preocupaciones" acerca de otros empleados. En el clima actual de denuncias, vergüenzas públicas y momentos de “te descubrí”, y dado su poder e influencia, los líderes corren terribles riesgos morales al adjudicarse posiciones de autoridad ética no garantizada.
La gente se porta mal. Sería mejor si no lo hicieran. Pero el camino para hacer que eso suceda es darle a la ética la seriedad que merece y educar y recompensar a las personas que realizan el arduo trabajo de reflexión y cambio.
Bazerman, como muchos en el ámbito de la ética empresarial, piensa que “las personas rechazan los argumentos filosóficos sobre la ética porque los sacrificios necesarios para ser éticas parecen demasiado grandes”.
Y en efecto, cualquier teoría moral absolutista es demasiado exigente para un simple ser humano. A veces decir una mentira es lo moralmente correcto. Y muchas veces uno no puede maximizar el bien para la mayoría.
Sin embargo, las teorías y los principios morales pueden guiar nuestras acciones. Aprender acerca de ellos, pensar en ellos e incluso usarlos como ideales regulativos es un reto; como profesora de filosofía moral, soy la primera en admitirlo. Pero vale la pena el esfuerzo, como el de mi estudiante, quien reconoció, al parecer correctamente, que no tendría que invertir en él para tener éxito en el mundo de los negocios.
Autores originales:
- Susan Dwyer es profesora asociada de filosofía en la Universidad de Maryland, con especialización en psicología del juicio moral y la intersección de ética teórica, derecho y política pública. Como residente a tiempo parcial de Nuevo México, también está felizmente involucrada en la promoción del chile verde sobre el rojo.
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Este artículo es contenido original de la revista de Stanford Social Innovation Review publicado en la edición primavera 2023.
- Traducción del artículo People Behave Badly por Leslie Cedeño
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